El establishment es cómplice del kirchnerismo

En su risueño y mágico regreso a un pasado de leyenda, el atribulado protagonista de Medianoche en París –guionista consumado y novelista en ciernes– se cruza en un bar con un joven Luis Buñuel.

 El alter ego de Woody Allen, conociendo el futuro, le sugiere entonces al cineasta aragonés una extraña idea para una película: “Un grupo de personas asisten a una cena formal y al final cuando intentan irse se dan cuenta de que no pueden salir del salón”. Buñuel, interesado pero perplejo, le pregunta: “¿Por qué no pueden salir?”. El escritor agrega, sonriendo: “Parece que no pueden atravesar el umbral”.

Como Buñuel no entiende, su interlocutor añade: “Cuando se ven obligados a quedarse juntos, la pátina de la civilización se va y lo que queda es lo que realmente son: animales”. Buñuel se encoge de hombros: “No lo entiendo. ¿Por qué no salen directamente de la habitación y punto?”. Woody Allen no puede explicarlo, como tampoco pudieron hacerlo con certeza su genial director ni los infinitos críticos de El ángel exterminador, uno de los films más valorados de la historia del cine.

El relato –más surrealista que fantástico– comienza luego de una función de ópera, cuando veinte burgueses derivan en esa mansión de la calle Providencia para una cena de etiqueta y buen gusto. La elegancia del momento se va degradando cuando, en efecto, una fuerza inexplicable les impide abandonar el salón y pasan allí las horas y los días encerrados; los acosa la desidia, el envilecimiento y la histeria, y una serie de fenómenos vergonzosos.

Buñuel, a quien le gustaba jugar con los espectadores y no resolver sus enigmas narrativos, no tenía una teoría asertiva acerca de lo que significaba su película, que quedó abierta así a múltiples interpretaciones. De hecho, el propio realizador se preguntaba sobre sus pobres criaturas: “¿Por qué no se entienden? ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir de la casa?”

Entre tantas hipótesis, se me permitirá traer al presente la mía, que es más prosaica y de hecho funcional a esta coyuntura política: la fábula metaforiza la imposibilidad del establishment argentino para cruzar el umbral del statu quo y aventurarse en los territorios de un cambio real y ambicioso. Hay en ese sector una queja razonable –el nivel de inflación, los cepos y la destrucción de la moneda amenazan la salud de sus negocios–, y hay también una retórica rupturista y moderna, pero a la hora de la verdad pocos se atreverían realmente a acompañar esa esforzada épica.

La infección populista es muy profunda y atraviesa también a muchos conductores de compañías privadas, que están aclimatados en las reglas truchas del peronismo y en el método del “toma y daca”. Empresarios ricos con empresas pobres –sin motivaciones personales para salir de su conservadurismo–, se unen así a una ristra de sindicalistas multimillonarios con afiliados pauperizados, periodistas acaudalados con audiencias indigentes y, sobre todo, potentados de la política que gobiernan territorios de ciudadanos venidos a menos, cada vez más sufrientes y menesterosos.

Algunos empresarios de precios regulados se han estacionado en el inestable pero cordial confort del “tira y afloja”, y muchos industriales no están dispuestos a readecuarse y a salir a competir en serio al mundo, por más que vayan a la televisión y a los foros a declamar exactamente lo contrario. Cualquiera que ha seguido atentamente la experiencia variable de estas décadas tristes sabe que aunque les abran la puerta no podrán salir y que a la hora de levantar vuelo pesará más sobre ellos esa súbita ley de gravedad que los aplasta, ese inmovilismo callado al que adhieren por instinto de conservación y costumbre.

Salvo honrosas excepciones, muchos han perdido músculo y ese proceso ya es irreversible; tienen una fiaca existencial, imaginan guerras políticas y económicas necesarias para el progreso que no están dispuestos a asumir y prefieren entonces metamorfosis homeopáticas, proyectos módicos y gatopardismo: cambiar solo lo indispensable para que en verdad nada cambie.

Esta es una sociedad que paulatinamente se fue acomodando a la cultura populista y que tiene una “burguesía nacional” obligada a los pactos corporativos, y que ahora prefiere un shock económico meramente estabilizador pero un gradualismo político en cámara lentísima, inocuo y con barbitúricos. Si tuvieran en sus manos la varita mágica harían una amnistía generalizada, que incluiría por supuesto a los que pagaron las coimas, y proclamarían bellos pero imposibles “Pactos de la Moncloa”: lo hacen incluso en este momento, con cierta pereza intelectual, obviando que esa maravillosa y mítica entente resultará en estas pampas una mera quimera en tanto y en cuanto el kirchnerismo se sienta acorralado por el Código Penal e impedido de cumplir su meta hegemónica, a la que genéticamente es incapaz de renunciar.

Tal vez no se equivoquen con esa estrategia de la tortuga y la rosca; quizá la mediocridad sea al final –amenazados como estamos por la violenta oligarquía peronista– la única Argentina posible. Pero qué lejos queda esa resignación de aquella democracia republicana virtuosa y soñada, ¿no? Y qué peligroso pensar fuera de esa caja, sin ser llamado “desmesurado” o “utópico”. El problema es el divorcio cada vez más abismal que surge entre esas ideas grises y una sociedad civil al rojo vivo, harta de caer y caer, y de solventar a ineptos y a vampiros de Estado. Un pueblo que da señales subterráneas de aspirar a un fin de época, quizá a un giro copernicano.

Los sondeos muestran desde hace rato movimientos telúricos, inarticulados e inestables. Y es aquí donde un centrista de vocación, como este articulista, no puede sino sentir escalofríos: si la oferta republicana no es reformadora, seductora y epopéyica, la demanda puede dar en las urnas muy malas sorpresas para todo el sistema. Porque en la desesperación y para salir de una cárcel se puede caer en el infierno o ir a parar a una penitenciaría todavía peor, y porque lo contrario de un error terrible puede ser un error garrafal. Se me ocurren, porque tengo imaginación, escenarios muy negros, que para encontrarles un símil gráfico necesitaríamos una cuidadosa revisión de las obras más luctuosas de Buñuel.

Este contexto, esta respiración callada, explican en parte los calurosos aplausos con que los empresarios recibieron esta semana el discurso “fiscalista” de Sergio Massa, a la sazón socio de un gobierno que se ha caracterizado por expandir el gasto con cuatro planes platita, con un empleo público creciente y descontrolado y con compañías estatales escandalosamente deficitarias; creando además una bomba de pesos y una inflación monstruosa que ahora intentará menguar por la vía del enfriamiento recesivo.

El ministro describe implícitamente la situación económica como la de un cadáver o al menos como un herido de muerte cuando critica para la hinchada a algunos empresarios “cuervos” que pretenden aprovecharse de la “carroña”. La carroña admitida es el resultado de tres años de gestión negligente. También se ilusionan en el establishment con el presunto giro a la moderación de La Cámpora, ardid ficcional que por segunda vez encara la Orga inspirada en el vertiginoso derrumbe de su intención de voto.

La verdadera estrategia la anticipó Claudio Jacquelin el viernes en estas páginas, cuando narró la campaña de marketing que iniciaron los camporistas para hacerle creer a la gilada, como en el año 2019, que sobrevuelan muchos prejuicios sobre su radicalización, que no son anticapitalistas y que buscan incluso sentar en la mesa de negociaciones a Cristina y a Macri (sic).

Gente repentinamente tierna, bruscos leones herbívoros; Perón corriendo alborozado a los brazos de Balbín. Como desean ser nuevamente engañados, como necesitan solo cambios cosméticos y suaves toques de timón, los invitados en la casa de la calle Providencia gritan hasta la histeria que quieren salir, pero no pueden cruzar el umbral. Se quedan allí, calentitos y vestidos de etiqueta, pernoctando en esta cálida y nefasta medianía.

Jorge Fernández Díaz

 

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