Ciudad Deportiva de Boca: la increíble historia de un proyecto faraónico que se convirtió en fracaso

La Ciudad Deportiva de Boca Juniors acaso fue la idea más vanguardista y novedosa que haya llevado a cabo una institución deportiva de nuestro país.

Sin embargo, tuvo una vida zigzagueante e inconclusa. Fue un proyecto faraónico que, de tan colosal, no se pudo concretar. Fruto de esa irresolución, su final anticipado. Quedó a mitad de camino. La idea era brillante, aunque atravesada por cierto ADN fallido que acompaña a determinados emprendimientos en la Argentina. Fueron varios los factores que incidieron para coronarla con destino trunco: malos manejos, atravesamiento de la política, la economía del país eclosionada.

La majestuosidad del emprendimiento no podía salir de la creatividad de otra persona que no fuese Alberto J. Armando , aquel presidente del club que pasó a la historia manejando los destinos de la institución entre 1954 y 1955 y, en lo que fue su gestión fundamental, entre 1960 y 1980. Era un hombre querible, una institución dentro de la institución. Cuando dejó su cargo, Boca atravesaba serias dificultades. De todos modos, siempre se lo recordará como el gran servidor que amó al club con devoción.

En 1962 nació la idea algo delirante: sobre las aguas del Río de la Plata se generarían una serie de islas artificiales para contener un estadio para 140.000 espectadores, sectores de entrenamiento para el plantel, un gran polo deportivo para ser disfrutado por los socios, y una zona de entretenimientos. Algunos, muchos, pensaron que solo se trataba de una ensoñación imposible de realizar. Esos mismos, seguramente no conocían el temple y la capacidad resolutiva de Don Alberto, como lo llamaban cariñosamente al presidente de los xeneizes. El 25 de mayo de 1975 era la fecha asignada para la inauguración de aquel estadio que reemplazaría a la mítica Bombonera del barrio de La Boca. No pudo ser. Ese domingo, Boca Juniors empató con Newell´s Old Boys , que oficiaba ocasionalmente de local en Liniers, en un partido que los críticos calificaron de «mediocre». De aquellas hectáreas vanguardistas no se dijo una palabra. Un día para el olvido.

La construcción del estadio, diseñado por el arquitecto Carlos Costa, jamás se concretó, pero algunas instalaciones sí fueron inauguradas para uso público, en ese archipiélago pegado a la actual Central Térmica Costanera. Con poca vida útil, y emulando a Gabo, la Ciudad Deportiva de Boca fue la crónica de una muerte anunciada. A comienzos de los ´90, el predio fue vendido. Punto final para un proyecto que, en realidad, jamás nació.

En 1962 nació la idea: sobre las aguas del Río de la Plata se generarían una serie de islas artificiales para contener un estadio para 140.000 espectadores. En 1962 nació la idea: sobre las aguas del Río de la Plata se generarían una serie de islas artificiales para contener un estadio para 140.000 espectadores.

El sueño de un estadio modelo

Alberto J. Armando divagaba asiduamente con un gran estadio que fuese modelo en el mundo. La cancha de la calle Brandsen 805 siempre le pareció pequeña y algo incómoda, más allá del enorme valor afectivo que tuvo, y tiene, para los hinchas. El apodo de «Bombonera» habla del amor entrañable hacia ese edificio icónico de la ciudad, pero también da cuenta de algunas estrecheces. El primer lugar escogido, con toda lógica, dada la cercanía con el club, era en los terrenos de la llamada Casa Amarilla sobre la hoy denominada avenida Almirante Brown. La denegación de una autorización municipal dio por terminada esa posibilidad. Claro que, para el presidente del club, una negativa era sinónimo de nuevos impulsos. No era hombre de quedarse con los brazos cruzados, no estaba en sus planes claudicar en su sueño ostentoso.

Una tarde, caminando por la Costanera Sur junto a uno de los responsables de la construcción de la Bombonera, el ingeniero José Luis Delpini, se engendró la idea de una Ciudad Deportiva «flotante». Un comienzo que también podría ser fruto del realismo mágico de García Márquez. «Ahí está el lugar», le dijo Delpini a Armando. El presidente del club dudó del equilibrio mental del ingeniero: solo había agua y más agua donde el profesional imaginaba la construcción monumental, si es que este término cabe tratándose de Boca. Ante la cara espantada del presidente boquense, Delpini le explicó que la planta de Segba, que ambos observaban a pocos metros, había sido construida sobre pilotes incrustados en el lecho del Río de la Plata. Si se pudo hacer eso, también se podría emplazar un archipiélago artificial para contener el estadio imponente y aprovechar las hectáreas para desarrollar un polo deportivo, cultural y de entretenimientos. Descabellado, pero posible.

El primer escollo a sortear era la autorización del Gobierno para poder accionar sobre las aguas del río. Los planos maravillaron a todo el mundo. Sin dudas, la Ciudad Deportiva sería orgullo de todo un país, más allá de la casaca simpatizante. En 1964, el Congreso Nacional sancionó la Ley 16.575, a través de la cual cedió a Boca una porción del río lindante a la Costanera Sur, a la altura de la calle Humberto Primo y pegado a la central que proveía electricidad a la ciudad. Algo así como legar agua. Discutible tratándose de un patrimonio intangible y soberano. El tope estipulado eran 40 hectáreas de islas. La legislación obligaba al club a concluir las obras en un plazo no mayor a diez años y, en caso de incumplimiento, los terrenos pasarían a manos de la ciudad de Buenos Aires. Además, se le prohibía a Boca vender el predio. En definitiva, una especie de comodato de tierras que el propio club generaría con un verdadero trabajo de ingeniería terrestre e hidráulica para el rellenado pertinente sobre el lecho fluvial.

Inmediatamente a la promulgación de la ley, comenzó el trabajo en el río. Aún no existía la reserva ecológica y la gente utilizaba esa costanera para pasear observando el infinito amarronado que proponían las aguas intuyendo la costa uruguaya. Ya no eran tiempos donde el lindante balneario municipal permitía que los porteños se sumergiesen para calmar el calor del verano. A paso firme, comenzaron a emerger las once islas que estarían unidas por puentes que podían soportar hasta el peso de varios ómnibus de pasajeros. El puente curvo voladizo, sin columnas, por el que se accedía desde la avenida costanera se convertía en una hazaña para los automovilistas que debían poseer destreza para sortear un empinamiento pronunciado. Algo similar sucedía para abandonar el archipiélago. Aquellos acueductos se convirtieron en un símbolo del lugar, casi en una atracción en sí misma.

Venecia porteña

Alberto J. Armando quería ofrendarle a la ciudad una costa diferente. Fanático de los lugares públicos, no concebía cómo Buenos Aires le daba la espalda al río. Uno de los objetivos de la Ciudad Deportiva era acercar a los porteños hacia ese sector olvidado, que pudiesen reencontrarse y familiarizarse con una costanera generosa, imponente. Este entramado de once islas, conectadas por puentes, se introduciría hasta 2200 metros dentro del río. El plano de las obras y las maquetas que se construyeron ad hoc les conferían a estas hectáreas sobre el lecho acuático un aspecto similar al de Venecia.

Cuando a Alberto J. Armando se le ponía algo en la cabeza era muy difícil contradecirlo o hacerle cambiar el parecer. Algo de esto sucedió con la construcción de la Ciudad Deportiva. Desde ya, era imparable a la hora de seducir inversores de gran monta. Pero, tal era el desvelo que le generaba la concreción de este proyecto, que no dudó en generar bonos y rifas para recaudar fondos, con la autorización del gobierno democrático del Dr. Arturo Illia. En más de una oportunidad fue visto deambular por las tribunas, en pleno partido, vendiéndole rifas y bonos a los simpatizantes. Cruzada de Oro y Cruzada de las Estrellas fueron algunas de las denominaciones de estas campañas. Incluso, para incrementar los ingresos, se vendían los llamados Títulos Pro Patrimoniales . Las sumas recaudadas fueron millonarias. Una de las iniciativas más curiosas fue la convocatoria a transportistas de carga para que llevasen tierras y escombros para depositar en ese río que pronto vería alterada su geografía con islotes. ¿A cambio? Rifas de camiones y neumáticos.

El jueves 25 de mayo de 1972, el presidente de facto Alejandro Lanusse asistió al emplazamiento del primer pilote que conformaría el nuevo estadio en la isla número siete. Evidentemente, la empresa tenía resonancias nacionales. Aquel pilote fue el primero de los 1200 que servirían de base a la cancha modelo. Tenían 1.20 metro de diámetro y se introducían a 32 metros de profundidad. Sin embargo, de aquella construcción vanguardista solo se construyó una pequeña tribuna de treinta metros de largo y ocho escalones. Parece un chiste, de mal gusto, por cierto. Otra vez el realismo mágico que podría explicar semejante cosa.

¿Por qué nunca se terminó de construir el nuevo estadio de Boca? Las versiones son encontradas y ninguna confirmada con certeza. Una de las explicaciones es política. Alberto J. Armando simpatizaba con el peronismo, pero en las elecciones nacionales de 1973 apoyó al candidato del Lanusse: el militar Ezequiel Martínez, que obtuvo muy pocos votos. La presidencia quedó en manos de Héctor Cámpora, el candidato de Juan Domingo Perón. Poco a poco, José López Rega comenzó a tener injerencia en las decisiones gubernamentales. Se dijo que Armando y López Rega no tenían un buen vínculo, lo cual habría sido decisivo para que el proyecto de la Ciudad Deportiva tuviese que sortear varios escollos y falta de apoyo oficial. Esta realidad terminó asfixiando la normal evolución de las obras.

Otras versiones dan cuenta de factores estrictamente técnicos: la isla artificial número siete no podría soportar el peso de ese estadio que, de concretarse, hubiese sido el más grande de Latinoamérica al momento de su inauguración. Los terrenos ganados al río eran endebles e impedían semejante obra de ingeniería a cargo de la empresa constructora Christiani & Nielsen. Una tercera mirada afirma que la constructora, ante la falta de pago, retiró a los 40 obreros que trabajaban en el lugar. Esa pausa se convirtió en un punto final irremediable.

El fracaso

Si bien aquel estadio soñado no se concretó, lo cierto es que la Ciudad Deportiva cumplió con algunas funciones recreativas. En el ingreso, los visitantes se topaban con un edificio de estilo futurista, una especie de hongo gigante que preludiaba la modernidad del proyecto. El predio contó con piscinas, canchas de fútbol y hasta una zona de camping con parrillas.

En el área del entretenimiento cultural, se habilitó el llamado Salón de las Américas para ofrecer conciertos y un autocine con capacidad para decenas de vehículos. Sorteando el puente de paredes de vidrio que daba la bienvenida a esta urbe cosmopolita, también se podía acceder a la confitería con vista en 360° y a un acuario albergado en una construcción gigante con forma de pez. Uno de los grandes atractivos de la Ciudad Deportiva era el llamado Parque Genovés, una especie de hermano menor del Italpark que nunca gozó de la trascendencia de la feria infantil ubicada en Del Libertador y Callao. Aquel parque, bautizado en honor a los inmigrantes que fundaron Boca Juniors, contaba, entre sus atracciones, con un gran tobogán de más de veinte metros de altura. Los visitantes accedían por una escalera hasta la parte más alta desde donde se arrojaban acolchonados en una especie de alfombra individual que mitigaba los impactos. El entramado de puentes, las fuentes de agua y la inmejorable visión del río convertían al lugar en un paseo sumamente atractivo.

El plazo de los 120 meses se iba acercando y Boca Juniors debía mostrarle al Estado Nacional la grandilocuente obra terminada. Sin embargo, tal cosa no sucedió. Debido a las múltiples trabas que fue sufriendo el proyecto, muchas de ellas debido a un país cuya inflación crecía año tras año, los juicios de los inversionistas no tardaron en llegar. Las demandas eran millonarias. A eso se sumaba la merma del padrón de socios de la institución. En 1974, a modo de salvataje, se declaró el proyecto como de Interés Nacional. Sin embargo, no se contemplaba la construcción del estadio, una idea que bien podría haber tomado nuevos bríos con vistas al Mundial de 1978 que se iba a disputar en Argentina. La prórroga que se estableció en 1974 vencería cinco años después, tiempo suficiente para que la anhelada Ciudad Deportiva estuviese terminada. Sin embargo, las obras no se reiniciaron.

Algunos acusaron a la comisión directiva del club por el mal manejo de los fondos, pero lo cierto es que la economía del país marchaba cada vez peor. El proyecto fue atravesado por el llamado «Rodrigazo» y la inflación fue una puñalada letal para que las obras jamás se pudiesen continuar. En 1976, el Golpe de Estado llevó nuevamente a los militares al poder. Tres años después, el predio seguía tan inconcluso como entonces y un club al borde la quiebra. Ante esto, el intendente porteño, Brigadier Osvaldo Cacciatore, decidió otorgar un nuevo plazo, esta vez de tres años, para que Boca pudiese concluir algunas de las promesas sobre ese lugar que ya mostraba signos de abandono sin siquiera haberse terminado en su totalidad. En 1980, Alberto J. Armando dejó la presidencia del club. Lo sucedió Martín Noel, quien se encontró con una institución acorralada. Eran tiempos en los que brillaría Diego Armando Maradona y las deudas, luego de un período de «plata dulce», agobiarían, aún más, a la institución azul y amarilla.

En 1982, tal como preveía la disposición de Cacciatore, el club obtuvo, finalmente, la posesión legal de la Ciudad Deportiva, en una Argentina devastada económicamente y con la Guerra de Malvinas declarada. Con todo, la posesión legal no le contemplaba al club la atribución de vender los terrenos. Cuando, en 1985, Antonio Alegre llegó a la presidencia de la institución, encontró un Boca diezmado por los juicios, las deudas, jugadores y personal en huelga y un estadio clausurado. En 1989, ya con Carlos Saúl Menem al frente del Poder Ejecutivo, el Congreso Nacional dispuso, mediante una ley, que se le podía modificar el destino a las tierras de la Ciudad Deportiva, que se autorizaba al club a vender el predio que otrora le cediera el Estado Nacional y que podían utilizarse esos confines ribereños para la construcción hotelera, instalación de clubes náuticos y hasta la creación de un balneario. Es decir, vía libre para un suculento negocio inmobiliario. En 1992, el predio se vendió por veintiún millones de dólares a Santa María del Plata, una empresa en formación. En 1997, el grupo IRSA habría adquirido los terrenos.

¿Querían los hinchas del club una sede fuera de La Boca? Los socios jamás se aquerenciaron con la idea de un nuevo estadio ajeno al barrio tradicional del club. Aunque distaban pocas cuadras, los hinchas querían seguir gritando los goles de su equipo a orillas del Riachuelo y del Puente Nicolás Avellaneda. Hoy, los pastizales cubren las estructuras residuales de aquel emprendimiento que nació como un proyecto modelo en el mundo, pero concluyó en un fracaso estrepitoso. Aunque, desde ya, su venta le permitió a la institución sanear sus cuentas quebrantadas.

Actualmente, la foto es desoladora. Desde la costanera se puede divisar la cúpula de la confitería y el esqueleto corroído de la fuente de aguas danzantes. Los empinados puentes de ingreso y salida lucen deteriorados, con sus laterales rotos y con barras que impiden el paso a los curiosos. A un costado, el barrio Rodrigo Bueno pelea las carencias de una zona que, un poco más allá, se convierte en Puerto Madero, el barrio más caro de la ciudad.

«Soy doctor en ideas y no hay ninguna facultad que lo enseñe». Alberto J. Armando dixit . Le decían El Puma y fue uno de los próceres de Boca Juniors. El ideólogo de una obra faraónica, adelantada a un modernismo que nuestro país no permitía. Un proyecto que no despegó jamás y que estuvo atravesado por los intereses de la política y la tragedia económica de la Argentina.

El relato concluyente y reflexivo sería, más o menos, así: de cómo sobre un río se iba a construir un archipiélago artificial que albergaría al estadio de fútbol más grande del Latinoamérica y del que solo hay ocho escalones que atestiguan la derrota en medio de yuyales en una Venecia abandonada. Realismo mágico de pura cepa. Destino trunco para un cuento que ni al propio Gabo se le hubiese ocurrido.

Por: Pablo Mascareño

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