Galileo Galilei, condenado por la santa inquisición en 1633 y perdonado y reivindicado por el papa Juan Pablo II en 1992

El físico y astrónomo fue un humanista sobresaliente cuyos intereses académicos también abarcaron la medicina, la ingeniería, la filosofía, la pintura y la música

La posverdad tiene su principal fundamento en la relativización de la veracidad. Quienes la pregonan refuerzan sus prejuicios a través de la manipulación dolosa de los hechos, destacando la inutilidad de los datos empíricos.

Una de las grandes paradojas de la sociedad del conocimiento en la que hoy vivimos, es enterarnos periódicamente de situaciones de censura y descalificación sin fundamento alguno (inquisición digital) de profesores y académicos de numerosas universidades de prestigio internacional.

Las redes sociales están inundadas de mentiras y medias verdades que desconocen los postulados básicos del progreso racional. Las huestes de sofistas digitales que rechazan las consecuencias negativas del cambio climático y defienden las ideas nunca probadas del terraplanismo, son un claro ejemplo de todo ello. En este sentido, el filósofo español Daniel Innerarity señala que saber es saber lo precario que es el saber, lo disperso que está, su fácil acceso, su vulnerabilidad a la crítica y su debilidad para combatir la tozudez del sentido común.

En el marco de la celebración del centenario de Albert Einstein realizada el 10 de noviembre de 1979, el Papa Juan Pablo II brindó un discurso histórico en la Academia Pontificia de Ciencias del Vaticano ante sesenta cardenales y la totalidad de los representantes del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. También participaron del mismo dos de los físicos más notables del siglo XX, el británico Paul Dirac (Premio Nobel de 1933) y el austríaco Victor Weisskopf.

El descubridor de la Teoría de la Relatividad había sostenido que Galileo Galilei fue el padre de la ciencia física moderna. El Sumo Pontífice bregaba por el desarrollo armónico entre la ciencia y la fe expresando que del mismo modo que la religión exige la libertad religiosa, la ciencia reivindica legítimamente la libertad de investigación.

Por su parte, el físico y teólogo estadounidense Ian Harbour (1923-2013) señala en su principal obra “Religión y ciencia” que hay cuatro formas diferentes de entender esta relación: conflicto, independencia, diálogo e integración.

Carol Józef Wojtyla, por entonces de 59 años, se había convertido en el jefe de la Iglesia Católica en octubre de 1978. En la Sala Regia del Vaticano (diseñada por el Papa Paulo III alrededor de 1540 e inaugurada finalmente por Gregorio XIII en 1573), expresó el “deseo que teólogos, científicos e historiadores, animados por un espíritu de sincera colaboración, profundicen en el examen del caso Galileo y, reconociendo lealmente las equivocaciones, vengan de donde vengan, hagan desaparecer la desconfianza que ese caso todavía suscita en muchos espíritus para conseguir una fructífera concordia entre ciencia y fe, Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esa tarea, que podrá honrar a la verdad de la fe y de la ciencia, y abrir la puerta a futuras colaboraciones”.

Dos años después de estas palabras se formó una comisión dirigida por el Cardenal Paul Poupard, un obispo de París a quien Juan Pablo II había designado al frente del Comité Ejecutivo del Consejo Pontificio para la Cultura. El grupo de trabajo se dividió en cuatro áreas de estudio: Cultura, Ciencias, Historia y Derecho. Las conclusiones fueron presentadas el 31 de octubre de 1992 en el marco de una reunión plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias con motivo del 350 aniversario de la muerte de Galileo.

Lo afirmado en el cónclave trasciende al juicio contra Galileo convirtiéndose en un leading case sobre el centenario debate entre la religión y la ciencia. “En esa coyuntura histórico-cultural, muy alejada de nuestro tiempo, los jueces de Galileo, incapaces de disociar la fe y una cosmología milenaria, creyeron, muy equivocadamente, que la adopción de la revolución copernicana, que por lo demás no estaba probada definitivamente, era de una naturaleza tal que quebrantaría la tradición católica, y que era su deber prohibir su enseñanza. Este error subjetivo de juicio, tan claro para nosotros en la actualidad, les condujo a una medida disciplinar por la cual Galileo debió sufrir mucho. Hay que reconocer lealmente estas equivocaciones, tal como Vos, Santidad, lo habéis pedido”.

Galileo Galilei (1564-1642) fue un humanista sobresaliente cuyos intereses académicos abarcaron la medicina, la astronomía, la física, la ingeniería, la filosofía, la pintura y la música. En 1609, a instancias de un exalumno que lo anoticia sobre un extraño aparato diseñado en Holanda que permitía ver de cerca objetos lejanos, Galileo fabrica su primer telescopio y lo perfecciona al poco tiempo para comenzar a observar y analizar distintas estrellas y planetas.

Aristóteles primero y Ptolomeo después, afirmaron que la Tierra era el centro del universo. A esta teoría defendida por la Iglesia Católica a lo largo de los siglos se la denominaba geocéntrica, en contraposición a la heliocéntrica conceptualizada inicialmente por Aristarco de Samos (310-230 a. C.), y desarrollada mucho tiempo después por Nicolás Copérnico, que sostenía que la Tierra era la que giraba alrededor del Sol.

Copérnico (1473-1543) fue el autor del libro “Sobre las revoluciones de las esferas celestes” (De revolutionibus orbium coelestium), considerado un texto fundamental en la historia de la astronomía. El ensayo fue publicado pocos meses después de su muerte por temor a las represalias de la jerarquía católica de entonces, que finalmente decidió incluirlo en su Indice de Libros Prohibidos (Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum). “Necia, absurda y hierética por contradecir las máximas de la Sagrada Escritura”, tal la calificación del tribunal de la Santa Inquisición.

Según el matemático y filósofo británico Alfred North Withehead (1861-1947), Galileo sostenía que “la tierra se mueve y el sol es inmóvil; la inquisición afirmaba que la tierra está en reposo y el sol se mueve; los astrónomos seguidores de Newton, adoptando una teoría absoluta del espacio, aseguraban que se mueven tanto el sol como la tierra. Hoy nosotros decimos que las tres afirmaciones son igualmente verdaderas, a condición de que se aclare el significado de inmovilidad y de movimiento”.

A principios del año 1632 Galileo publica en la ciudad de Florencia el libro que cambiaría su vida para siempre. Titulado “Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo”, la obra aborda un debate imaginario entre Salviati, un defensor del heliocentrismo, y un geocentrista llamado Simplicio, a quien Galileo le atribuye escasas virtudes intelectuales. El ensayo obtuvo un rápido éxito en las principales ciudades de Italia, hecho que motivó la reacción de las principales autoridades del Vaticano.

El primer inquisidor de Galileo fue el obispo jesuita Roberto Belarmino (1542-1621). Profesor de Astronomía en la Universidad de Lovaina, este alto prelado católico fue uno de los más destacados protagonistas de la llamada Contrarreforma. En 1598 se hizo cargo del proceso de condena e incineración en la hoguera contra Giordano Bruno por contradecir las creencias eclesiásticas sobre el universo.

En abril de 1633 Galileo, al borde de los 70 años, compareció ante el Santo Oficio de la Inquisición, un organismo que había sido creado por el Papa Paulo III en 1542 en medio de la disputa entre el catolicismo y el protestantismo. Su objetivo central fue perseguir a individuos y organizaciones sociales contrarios al dogma de la Iglesia. También se encargó de censurar los textos que a su criterio ofendían la fe y la doctrina católica.

Un mes después Galileo fue obligado por el Papa Urbano VIII a abjurar de rodillas de su defensa de la teoría heliocéntrica. El titular del Vaticano mantenía una larga amistad con el científico y ordenó que Galileo continuara en libertad mientras se desarrollaba el proceso inquisitivo en su contra. Los teólogos cercanos al Papa pretendían que Galileo, a quien consideraban un hereje, afirmara públicamente que el sistema por él sostenido hasta ese mismo momento no era más que un conjunto de hipótesis matemáticas carentes de confirmación científica.

El 22 de junio de 1633 Galileo escuchó la lectura de la sentencia firmada por 7 de los 10 Cardenales del Santo Oficio que lo condenó a prisión. Al finalizar la misma, abjuró de su opinión acerca del movimiento de la Tierra. El texto de su arrepentimiento incluía frases del tenor, “maldigo y detesto los mencionados errores y herejías”. A los pocos días la pena de prisión le fue conmutada por decisión papal, siendo trasladado primero a una residencia en la romana Villa Medici; y después, al palacio de su amigo, el arzobispo de Siena.

La condena la cumplió en su casa de las afueras de Florencia, donde vivió y trabajó hasta su muerte en enero de 1642, en compañía de su hijo Vincenzo, y sus discípulos Vincenzo Viviani y Evangelista Torricelli, el inventor del barómetro. Por esas casualidades (o causalidades) de la historia, Stephen Hawking nació el 8 de enero de 1942, el mismo día que se cumplían 300 años de la muerte de Galileo, uno de sus ídolos. En enero de 1643 nacía Isaac Newton, creador de la ley de gravitación universal.

Ricardo H. Bloch

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