Nota de Opinión: Néstor vuelve (Por Martín Caparrós)

Lo sintetizó, no hace mucho, un genio anónimo: «La Argentina es un país donde, si te vas de viaje veinte días, al volver cambió todo, y si te vas de viaje veinte años, al volver no cambió nada».

En octubre otra vez cambiará todo: habrá elecciones para presidente. Así que ese país en temblores constantes se acerca al terremoto. Es difícil comentar ese proceso; todo lo dicho hoy puede caducar mañana, pero hay una base real: este no es el peor momento de la Argentina porque la Argentina se ha especializado en momentos espantosos, pero es, quizá, su momento más desesperanzado. Las brutas crisis anteriores solían ser súbitas y feroces, como un rayo que incendia la llanura. Esta, en cambio, parece lenta y persistente, duradera, sin visos de salida. Entre otras cosas, porque el gobierno que la condujo dice que no la produjo y ahora pretende convencernos de que tiene la solución. Ya lo dijo varias veces y nunca resultó: no es fácil creerle, y una gran mayoría no le cree.

Pero su jefe quiere seguir gobernando, así que se aferra a su última esperanza: que muchos crean que la alternativa —un nuevo gobierno kirchnerista— es todavía peor. Para eso recuerda sin cesar que sus jefes robaban con denuedo y que su jefa máxima era intolerante y gritona y descuidada con las instituciones. A algunos les alcanza para desecharla; a muchos no. Entonces, para centrarse en el tema central —la economía— proclama que la crisis viene de ese ciclo. Es probable que muchos males económicos se originen en aquel dispendio de subsidios injustos, mal repartidos, que dejó un Estado agotado, pero había un poco más de dinero en las vidas de millones. Este gobierno falló en su maniobra discursiva decisiva: convencer a esos millones de que cuando vivían mejor en realidad vivían peor, porque estaban gastando a cuenta, preparando el desastre. Y que, por eso, aquellos malos eran aún más malos que estos malos.

En esa competencia entre peores se decide, ahora, la Argentina que viene: el que consiga presentarse como el mal menor sacará unos votos más que el otro y la gobernará. Ambos están lanzados, y el kirchnerismo no suele esperar que le impongan las reglas. Sabe forzar las situaciones; para eso su jefa se nombró, hace unos días, vicejefa. Fue una maniobra que sorprendió a propias y extrañas: Cristina Elisabet Fernández viuda de Kirchner, la política más poderosa de la Argentina, se proclamaba candidata a vicepresidenta en las próximas elecciones, en una fórmula que encabezaría su tocayo Alberto. Y lo anunciaba ella misma, supuesta acompañante, ofreciendo el caos de un equipo presidencial en que la segunda tiene todo el poder y el primero poquito: la promesa de un gobierno al revés o dé una pelea sin cuartel por ponerlo al derecho.

Al momento, todo el sistema político argentino se lanzó a imaginar por qué, para qué. Siguen en eso; yo creo que es, otra vez, un recurso a los muertos.

En España es famosa aquella imagen del Mio Cid, caballero medieval de tantos cuentos, que ganó su última batalla ya cadáver, amarrado a su potro. En Argentina sería lo más común: no hay, en su política, nada que pueda competir con un difunto. Todo consiste en ser el muerto del momento: durante décadas lo fue Eva Perón, Juan Domingo Perón tuvo su tiempo, Guevara era una fija, incluso Alfonsín se postuló, pero pocos han tenido tanto poder como el finado Néstor Kirchner desde hace nueve años.

En octubre de 2010, cuando murió inesperadamente a sus 60, su esposa gobernaba con dificultades: otra crisis económica la golpeaba y las elecciones de 2011 se le anunciaban complicadas. Su muerte la salvó. El asesor principal del candidato opositor se lo dijo, entonces, muy claro: «No te presentes. No le podés ganar a una viuda reciente». Mauricio Macri le hizo caso y esquivó aquella trampa.

(En un raro artículo satírico que escribí en 2009 los operadores principales del kirchnerismo se reunían alrededor de unas mollejas y llegaban a la conclusión de que solo podrían ganar las elecciones si uno de los dos esposos aceptaba morirse por la causa; tras larga discusión decidían que era mejor que fuera él. Meses después me pareció un mal chiste).

En los cuatro años que siguieron a su muerte, Néstor Kirchner, rebautizado por ella como «Él», estuvo en todas partes. El censo de un blog especializado —Ponele Néstor a todo— dice que se apodaron con su nombre más de 170 escuelas, túneles, terminales, rotondas, avenidas, plazas, piletas, hospitales; los intendentes entendieron que alcanzaba con ese bautismo para que un proyecto recibiera luz verde y billetes violetas. Mientras, el gobierno de su viuda se encontraba con más y más dificultades económicas, políticas, sociales. Entonces recurrió al capítulo dos del Populismo for Dummies: pocos hechos significativos pero catarata de palabras tremebundas. Su violencia —discursiva— dio lugar a lo que desde entonces se llamó «la Grieta»: una polarización extrema de la sociedad. El muerto se volvió, también, un hombre de pelea.

Apareció entonces un pequeño sector peronista que intentó armar otra imagen del difunto: oponer el gobierno supuestamente exitoso y calmo de aquel hombre al supuestamente fallido y chocador de esa mujer. Era una maniobra que encabezaba —feroz, despiadado con ella— su ex jefe de Gabinete: Alberto Fernández y sus pocos amigos ya no se decían kirchneristas porque el kirchnerismo y la figura de Néstor Kirchner habían sido malbaratados por la viuda. Contra sus excesos, se definían «nestoristas» y se proponían más serenos, más centristas, más «republicanos». «El peronismo […] fue progresista con Néstor Kirchner y solo fue patético con Cristina», dijo entonces Fernández en una entrevista. O, en un tuit, que «A NK [Néstor Kirchner] lo acompañé. Con Cristina es imposible». O, en otros: «Qué penoso ver a lo que Cristina somete a las instituciones argentinas». O, más directo: «CFK […] actuó como una psicópata».

Lo decía su ex hombre de confianza; muchos argentinos ya lo creían. La señora se había hecho demasiados enemigos. Por eso sus candidatos perdieron las elecciones de 2015; por eso ella misma podría perder las de 2019. Necesitaba rebajar esa imagen peleadora, casi autoritaria, tan claramente ‘yo, yo, yo’, y buscar cierto barniz institucional y conciliador y moderado; pensó que Alberto Fernández como cabeza de fórmula podía dárselo. Y que traería consigo el premio gordo, la ayuda indispensable: una imagen tuneada del difunto. «A veces me dicen ‘Bueno, sos igual que Kirchner’. Me llena de orgullo», dijo el candidato en su primer spot de campaña. Y la palabra Néstor no se le cae de la boca ni un momento y ella, ahora, también lo recupera.

La gran ventaja de los muertos es que son construcciones de los vivos. Este Néstor 2019, candidato inmejorable, tiene, por las necesidades de la hora, dos rasgos decisivos: un aprecio por el diálogo y las instituciones que su viuda nunca tuvo y la experiencia de la salida de la crisis de 2001. Alberto Fernández es su médium constante, dedicado: «Tengo una ventaja sobre todos ustedes. Cuando tuvimos que enfrentar estos problemas, en el despacho de al lado tenía a un tipo que tenía claro lo que había que hacer. […] Con Néstor entramos a un laberinto, yo estuve en ese laberinto, tengo la experiencia, y supimos salir de ese laberinto en que nos metieron», dijo en su primer acto de campaña.

Además del difunto, se supone que Fernández también aporta su talante negociador que debería tranquilizar a «los mercados» —los ricos argentinos, los prestamistas internacionales— y permitirles seguir con sus negocios. Que ese talante pueda leerse como una inconstancia a toda prueba o puro oportunismo, que el mismo señor que hace veinte años era candidato del partido neoliberal ahora sea candidato dizque progresista, que el mismo señor que hace dos o tres años decía que una señora era una psicópata ahora sea su candidato a dizque presidente, puede, quizás, inquietar a los militantes más acérrimos; al resto no parece importarle demasiado. «Los peronistas somos así, un día decimos una cosa y después otra», explicó hace unos días Hugo Moyano, su máximo líder sindical. Si su frase no entra en el panteón de las Grandes Definiciones de la Patria es que allá, al sur del sur, la justicia poética está tan mal como la otra.

La perspectiva es, de tan oscura, casi clara. Una fórmula al revés, inverosímil, melancólica, entra en campaña con chances de ganar. Las tiene porque tiene, enfrente, a un gobierno que hizo todo mal: que ni siquiera favoreció a los suyos. Así, las políticas antipopulares de Macri consiguieron la hazaña de hacer olvidar las políticas antipopulares de Fernández: se habla, con toda razón, del 33% de pobres del gobierno de Mauricio Macri en 2019 y se calla, sin ninguna, el 32,4% de pobres del gobierno de Cristina Fernández en 2014. El mecanismo todavía funciona: el éxito peronista se basaría, una vez más, en el fracaso argentino —y viceversa—.

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